En tales momentos de soledad, nadie podía esperar l
a ayuda de su vecino; cada uno seguía
solo con su preocupación. Si alguien por casualidad
intentaba hacer confidencias o decir
algo de sus sufrimientos, la respuesta que recibía
le hería casi siempre. Entonces se daba
cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada un
o cosas distintas. Uno en efecto hablaba
Albert Camus
La Peste
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desde el fondo de largas horas pasadas rumiando el
sufrimiento, y la imagen que quería
comunicar estaba cocida al fuego lento de la espera
y de la pasión. El otro, por el contrario,
imaginaba una emoción convencional, uno de esos dol
ores baratos, una de esas melancolías
de serie. Benévola u hostil, la respuesta resultaba
siempre desafinada: había que renunciar.