Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación. Despierto y de comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo le interesaban estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación. Esto le impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba consigo, pero la cosa no pasaba de ahí.
Tan espantosa temperatura no le llevaba a reflexionar sobre su fragilidad como animal de sangre caliente, ni a extenderse en consideraciones acerca de la debilidad humana, diciéndose que el hombre sólo puede vivir dentro de estrechos limites de frío y calor; ni tampoco a filosofar sobre la inmortalidad del hombre y el lugar que ocupa en el universo. Para él, cincuenta grados bajo cero representaba un frío endemoniado contra el que había que luchar mediante el uso de manoplas, pasamontañas, mocasines forrados y gruesos calcetines. Para él, cincuenta grados bajo cero eran simplemente… eso: cincuenta grados bajo cero. Que pudiera haber algo más en este hecho era cosa que nunca le había pasado, ni remotamente, por la imaginación.