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Tengo  grandes  estancamientos.
No  es  que,  como  todo  el  mundo,  tarde  días  y  días  en 
contestar con una postal la carta urgente que me 
han escrito. No es que, como nadie, retrase 
indefinidamente  lo  fácil  que  me  resulta  útil,  o  lo  útil  que  me  resulta  agradable.
Hay más sutileza  en  mi  falta  de  entendimiento  conmigo  mismo. 
Me  estanco  en  el  alma  misma.  Se 
produce  en  mí  una  suspensión  de  la  voluntad,  de  la  emoción,  del  pensamiento,  y  esta 
suspensión  dura  magnos  días;  sólo  la  vida  vegetativa  del  alma 
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la  palabra,  el  gesto,  el 
hábito
-
me expresan yo para los demás, y, a través de ellos, para mí. 
Durante  estos  períodos  de  sombra,  soy  incapaz  de  pensar,  de  sentir,  de  querer.  
No  sé 
escribir  más  que  guarismos,  o  rayas.  
No  siento,  y  la  muerte  de  quien  amase  me  haría  la 
impresión  de  haber  sucedido  en  una  lengua  extranjera.  No  puedo;  es  como  si  durmiese  y 
mis gestos, mis palabras, mis actos acertados, no
fuesen más que una respiración periférica, 
instinto rítmico de un organismo cualquiera. 
Así pasan días  y  días;  no  sé  decir  cuánto  de  mi  vida,  si  hiciera  la  suma,  no  se  habría 
pasado así. 
A veces me sucede que, cuando me desnudo de esta paralización, tal vez no me 
encuentre  en  la  desnudez  que  supongo,  y  haya  todavía  prendas  impalpables  cubriendo  la eterna  ausencia  de  mi  alma  verdadera;  se  me  ocurre  que  pensar,  sentir,  querer  también 
pueden  ser  estancamientos,  ante  un  más  íntimo  pensar,  un  sentir  más  mío,  una voluntad 
perdida en algún lugar del laberinto de lo que realmente soy. 
Sea como sea,  dejo  que  sea.  Y  al  dios  o  a  los  dioses  que  haya,  abandono  lo  que  soy, 
conforme la suerte manda y el acaso hace, fiel a un compromiso olvidado.
